
Por René Avilés Rosales.
En México hay empresarios que presumen ser “pilares de la comunidad”, que aparecen en actos religiosos y que donan a causas nobles, pero cuya riqueza tiene cimientos oscuros. Son los empresarios de doble moral: personajes que se disfrazan de benefactores mientras sus verdaderos negocios se han nutrido del huachicol.
El sur de Tamaulipas ha sido tierra fértil para este modelo de riqueza rápida y silenciosa. Durante décadas, el contrabando de combustible no sólo engordó cuentas bancarias: también levantó gasolineras, empresas de transporte y emporios energéticos que hoy se pasean con el rostro de “éxito”. El secreto fue siempre el mismo: gasolina robada, corrupción en aduanas y complicidad de las autoridades.
El caso de José Ángel García Lizondo y su padre, José Ángel García Hernández, exhibe esa doble cara. Su fortuna no es un “milagro empresarial”, es el resultado de años de comprar combustible ilegal, de alimentar redes criminales y de crecer a costa de un negocio que, además de millonario, está manchado de violencia y sangre.
Hoy intentan limpiar su imagen con entrevistas y discursos de altruismo, pero no lo hacen por transparencia: lo hacen porque saben que los reflectores ya los apuntan. La sociedad ya conoce sus nombres y la historia comienza a escribirlos en la lista de los responsables de un modelo de corrupción que desangró a Tamaulipas.
La pregunta es: ¿hasta cuándo seguiremos normalizando y aplaudiendo a quienes construyeron su riqueza sobre ilegalidad y muerte? Mientras los empresarios de doble moral se reparten bendiciones en misa, sus manos siguen oliendo a gasolina robada y su dinero a sangre derramada en las aduanas.
La historia ya los juzga, pero ahora es la sociedad la que tiene que dejar de ser cómplice.
